martes

el chiste

Tengo la certeza de que es imposible reirse de un chiste. Y cuando hablo de chiste, me refiero al cuento, a la historia mínima que suele comenzar con un "resulta" y finalizar con el remate ocurrente y gracioso. Por más destreza que tenga el orador, por más tonada, gestos, vocabulario y demás artilugios que pueda aplicar, el fin del cuento nunca será proseguido por una risotada (y es probable el contador intente revertir la situación con algún insulto o alguna clase se soecidad). Por supuesto que las risas extremas y las carcajadas existen, pero a mi entender están reservadas para situaciones graciosas, gags bien armados o alguna que otra caída (en particular, cuando se trata de una señora mayor).
Mi actividad laboral suele tener horarios extraños. No requiere de una puntualidad inglesa al ingreso, pero, por ese mismo motivo, la exigencia en cuanto al horario de salida puede tomarse ciertos permisos y hacerse (bastante) flexible. Aquella jornada había durado diecisiete horas. Siendo un poco más de las 3 de la mañana, tomé un taxi y le indiqué al taxista la dirección a mi casa. No suelo ser un especialista en charla cotidiana, menos después de días como ese, por lo cual me mantuve en silencio los primeros diez minutos del viaje. El chofer comenzó a impacientarse. Se lo notaba tenso. Intentó con algunas acotaciones acerca del clima pero mis respuestas eran monosilábicas o cabezo-gestuales. Subió la apuesta y recurrió al infalible comentario sobre una curvilínea dama que había cruzado la calle delante de nuestras narices, pero sólo atiné a hacer un gesto similar al de una sonrisa. El silencio era fatal. De repente, sin introducción mediante, giró, apoyó su codo en el borde del asiento y me preguntó: "¿Te gustan los perros?". Dudé por un instante y asentí, sin ocultar mi incertidumbre sobre el fin de la conversación (minutos más tarde me daría cuenta que cualquiera hubiese sido mi respuesta, su objetivo no se hubiese modificado). Se sonrió. Se volvió hacia adelante y arrancó. "Resulta que…" Mi suerte no podía ser peor. No podía creer lo que me estaba pasando: me había tocado el único taxista contador de chistes de todo Buenos Aires, un émulo del Negro Alvarez al volante. Tras un remate que no podía causarle gracia ni al más fanático del Show del Chiste, simulé una risa con ruido y me relajé pensando que lo peor ya había pasado. Pero no fue así. Su entusiasmo iba en aumento, proporcional a mis ganas de salir del auto. Precedido por una pregunta sobre las borracheras, siguió con su rutina sacada de un show de Jorge Corona, con un "Resulta que había un borracho…". A pesar de que el segundo parecía mejorar, lo interrumpí durante el nudo de la historia y le pedí bajarme en la esquina más cercana.
Esperé veinte minutos y tardé otros treinta en llegar a mi casa. Se les podrá achacar millones de cosas, tendrán miles de defectos y maltratarán a todo el mundo, pero nadie podrá decir jamás que un chofer de colectivo no sabe guardar la virtud del silencio.

viernes

el número

Debo admitir que ante la carencia de habilidades varias la vida me ha ofrecido a su vez, desde mi más corta edad, dos grandes talentos, dos maravillosos dotes que serían la envidia de cualquier mortal: siempre fui un gran revolvedor de líquido en taza sin que la cuchara alcance a chocar los bordes y, en segundo lugar, siempre fui bueno con los números.
Ya de chico me llevaba bien con ellos, resolviendo siempre cuentas en el kiosco antes que el kiosquero mismo o siendo el encargado de la recaudación en la canchita de fútbol (y quedándome con la diferencia también, lo admito). Posteriormente, no tan pequeño ya, tomé un camino en mi vida totalmente distinto y opté por dejarlos un poco de lado, sin sospechar que algún día se cobrarían venganza.
Después de una urgente visita al dentista, y siendo casi la medianoche, me dirigí al local de una reconocida cadena de farmacias, sito en el barrio de La Recoleta, con el objetivo inmediato de conseguir el calmante recetado. Mi estado, debo reconocer, no era el mejor: me encontraba en una especie de trance, mezcla de dolor entrante con anestesia saliente, similar al de Rolando Graña después de haber probado Ayahuasca.
Entré y me acerqué al mostrador. Una mujer estaba haciendo su pedido y uno de los dos farmaceúticos que se encontraban detrás de la mesa facturaba algo en la pc. La espera me inquietaba un poco, ya que la mujer portaba un gran manojo de recetas desordenadas y hacía los pedidos cual kiosquero al proveedor de golosinas. En un golpe de vista alcancé a divisar a escasos metros la maquinita roja sacanúmeros, pero como sólo éramos dos "para que voy a sacar", pensé. El que manejaba la pc ya había notado mi presencia por lo cual me quedé paciente, esperando mi turno.
Mientras miraba las góndolas cercanas y buscaba una explicación del tipo materialista histórica acerca de la enorme cantidad de distintos tipos de cepillos de dientes que existen, apareció por el pasillo un prolijo Sr. de Recoleta: bigote prolijo, ropa prolija, pelada prolija. El típico que pensás "este viejo de mierda seguro que hace 30 años estuvo de acuerdo con el Golpe". Muy tranquilo, y sin dirigirme una mirada, se acercó a la máquina y sacó número. Algo de incertidumbre mezclada con ira comenzó a apoderarse de mí. "No va a ser capaz"; "No me vio, seguramente cuando llegue su turno se va a dar cuenta"; "Me va a ver y se va a dar cuenta que yo ya estaba desde antes". Estos y otra clase de pensamientos tales como "Como me duele esta muela de mierda" o "Si se hace el boludo, lo pongo y la pudro" no paraban de surgir en mi mente.
Durante esa lluvia de ideas, el farmaceútico terminó con lo que estaba haciendo, se acercó al mostrador, tomó el clavanúmeros y preguntó "¿36?", no notando mi presencia. El viejo, muy serio y a su vez muy suelto de cuerpo, levantó su brazo, mostró su número e hizo el pedido, sin mirarme jamás y logrando mi total indignación.
El fastidio y la ira no fueron tan fuertes como el dolor de muelas. Le pedí perdón a los números y esperé a que preguntasen por el 37.

ley de eddie

No hay nada mejor que arrancar un viernes clavándose un par medialunas con café con leche. Sólo puede compararse, quizás, con cerrar el día deglutiendo un chocolate a la 1, 2 de la mañana acompañado de un buen vaso de bebida cola.
Después de una visita al médico, y todo lo que eso conlleva, tomé la firme decisión de autopremiarme con un desayuno hecho y derecho. En viaje al trabajo, me encaminé hacia la mejor panadería de la zona palermitana para cumplir mi objetivo y empezar el día de la mejor manera. -Las medialunas de este lugar son exquisitas, bien esponjosas, con la calidad exacta de caramelo y el aroma a vainilla correspondiente: lo que se dice, un verdadero manjar.- Tomé la canastita y la agarradera facturera y me dispuse a llenarla con tres alegrías mañaneras para medialunar de la mejor manera (con dos te quedás con hambre, con cuatro te quedás sin almorzar). Grande fue mi decepción al encontrarme con las bandejas casi que totalmente vacías. Y sí, dije casi: tres medialunas (término en este caso puesto en discusión, ya que carecían de forma) yacían dispersas sobre la chapa, abandonadas, tristes, esperando que alguien terminase definitiva- mente con su agonía, como aquel que en la elección previa al picado siente la cruel soledad de ser el último. Eran feas. Muy. Dos eran casi que amorfas, algo quemadas. La tercera directamente era mogólica. Luego de meditar unos instantes (y de descartar la opción "vigilante") me valí de compasión, tomé coraje y monté a las tres pequeñas imperfecciones en la canasta. Por un momento fui feliz. Sentí que había hecho una buena obra.

El desayuno estuvo bien. No fue lo que esperaba pero algo esponjosas quedaron las medialunas tras sumergirlas 7 minutos en café con leche. Quizás hubiese estado mejor sin las tres amorfas aberraciones que tuve que comer. Quizás lo hubiese disfrutado más comiendo algo que no estuviese con media hora de exceso de golpe de horno. Quizás de haber llegado 3 minutos más tarde a la panadería no hubiese visto salir de la cocina, mientras estaba en la caja pagando, una enorme bandeja de medialunas recién hechas, doradas, perfectas. Quizás si la ley de mierda no se cumpliese tan seguido, no me hubiese fastidiado tanto.

miércoles

culo caliente

Día complejo, mucho frío y pocas horas dormidas. Uno de esos días en los cuáles odiás al 93% de gente (el 7% restante muchos de uds. sabrán a quién le corresponde) y te cae mal hasta la bufanda cuadrillé que se puso ese tipo. Uno de esos días en los cuáles te gustaría subir al bondi y que no haya más de cuatro o cinco personas sentadas (y dije personas, no viejas). Y bien lejos. Pero obviamente no pasa. La línea 95 (Avellaneda-Palermo), nunca voy a entender bien por qué, parece un micro a las Termas de Río Hondo con descuento del 70% para afiliados al PAMI. Va directo a Facultad de Medicina pero está repleto de viejas, no ves un sólo médico, sólo posibles pacientes. Por supuesto, esto tiene sus consecuencias. Y severas. Más de tres o cuatro tocadas de timbre por parada, gritos al chofer sin sentido, peleas con uñas y prótesis dentales por la ocupación de un asiento, fuerte olor a perfumes varios, codazos, carterazos, extensas esperas entre cada subida y bajada y, en particular, el tema que nos compete, que nos trae y reúne aquí, a esta conferencia de quejosos obstinados: el culo caliente.
Situación: 9 de la mañana, colectivo repleto. Después de varios minutos de estar parado, con sueño, cagado de frío y de haber cedido la posibilidad del asiento a veinticinco mujeres, por fin el lugar que tenés adelante se desocupa y, más allá de que falten diez cuadras para tu parada, te invade la felicidad plena (por supuesto, antes de eso, diecisiete personas que subieron después de vos eligieron bien dónde pararse y ya viajan cómodamente sentados -algunos incluso ya se bajaron-). La/el señora/sr. se levanta y te mira casi como esperando un agradecimiento injustificado, a lo que vos respondés con una habitual sonrisa falsa pública y te avalanzás sobre el asiento. En un primer contacto, que dura 2 segundos, todo parece normal, todo va sobre rieles tal como lo planeaste y pensás que las 10 cuadras restantes van a ser las más increibles de tu día... pero no. Al instante te das cuenta de que pasó lo peor, que esa pesadilla que te atormentaba se convirtió en realidad y aquello que torturaba tu cabeza acaba de ocurrir: te dejaron el asiento "calentito". Nada te fastidia más. Te recorre una sensación comparable al haber hundido el cuerpo en una bañadera llena de barro, sentís como si treinta gordos sudorosos hubiesen usado la tabla del inodoro antes que vos y ya no hay vuelta atrás. El viaje se hace interminable. Te levantás 3 cuadras antes de tu parada y vas caminando despacio hasta el timbre. Tu mañana está arruinada. Vas a estar de mal humor, con suerte, hasta las 13:45 y algo muy grande va a tener que pasar para poder superar la desazón. Otro vez la misma mierda. Otro culo caliente que te cagó el día.