viernes

el número

Debo admitir que ante la carencia de habilidades varias la vida me ha ofrecido a su vez, desde mi más corta edad, dos grandes talentos, dos maravillosos dotes que serían la envidia de cualquier mortal: siempre fui un gran revolvedor de líquido en taza sin que la cuchara alcance a chocar los bordes y, en segundo lugar, siempre fui bueno con los números.
Ya de chico me llevaba bien con ellos, resolviendo siempre cuentas en el kiosco antes que el kiosquero mismo o siendo el encargado de la recaudación en la canchita de fútbol (y quedándome con la diferencia también, lo admito). Posteriormente, no tan pequeño ya, tomé un camino en mi vida totalmente distinto y opté por dejarlos un poco de lado, sin sospechar que algún día se cobrarían venganza.
Después de una urgente visita al dentista, y siendo casi la medianoche, me dirigí al local de una reconocida cadena de farmacias, sito en el barrio de La Recoleta, con el objetivo inmediato de conseguir el calmante recetado. Mi estado, debo reconocer, no era el mejor: me encontraba en una especie de trance, mezcla de dolor entrante con anestesia saliente, similar al de Rolando Graña después de haber probado Ayahuasca.
Entré y me acerqué al mostrador. Una mujer estaba haciendo su pedido y uno de los dos farmaceúticos que se encontraban detrás de la mesa facturaba algo en la pc. La espera me inquietaba un poco, ya que la mujer portaba un gran manojo de recetas desordenadas y hacía los pedidos cual kiosquero al proveedor de golosinas. En un golpe de vista alcancé a divisar a escasos metros la maquinita roja sacanúmeros, pero como sólo éramos dos "para que voy a sacar", pensé. El que manejaba la pc ya había notado mi presencia por lo cual me quedé paciente, esperando mi turno.
Mientras miraba las góndolas cercanas y buscaba una explicación del tipo materialista histórica acerca de la enorme cantidad de distintos tipos de cepillos de dientes que existen, apareció por el pasillo un prolijo Sr. de Recoleta: bigote prolijo, ropa prolija, pelada prolija. El típico que pensás "este viejo de mierda seguro que hace 30 años estuvo de acuerdo con el Golpe". Muy tranquilo, y sin dirigirme una mirada, se acercó a la máquina y sacó número. Algo de incertidumbre mezclada con ira comenzó a apoderarse de mí. "No va a ser capaz"; "No me vio, seguramente cuando llegue su turno se va a dar cuenta"; "Me va a ver y se va a dar cuenta que yo ya estaba desde antes". Estos y otra clase de pensamientos tales como "Como me duele esta muela de mierda" o "Si se hace el boludo, lo pongo y la pudro" no paraban de surgir en mi mente.
Durante esa lluvia de ideas, el farmaceútico terminó con lo que estaba haciendo, se acercó al mostrador, tomó el clavanúmeros y preguntó "¿36?", no notando mi presencia. El viejo, muy serio y a su vez muy suelto de cuerpo, levantó su brazo, mostró su número e hizo el pedido, sin mirarme jamás y logrando mi total indignación.
El fastidio y la ira no fueron tan fuertes como el dolor de muelas. Le pedí perdón a los números y esperé a que preguntasen por el 37.